miércoles, 4 de abril de 2012

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Dejo que el tiempo se consuma en el estropicio, en mis garbeos los días pasan riéndose y llorando montados en un ferrocarril. Las bombas de sangre consumidas por rayos ultravioleta se disecan en el alma de los que han dejado de vivir.
La metamorfosis de la ciudad ha hecho volar los ojos crédulos, el amor sin límites, los ideales por encima de cualquier cosa y la juventud, alma vieja en los días en los que cada tiempo libre se adormece en la modorra. Hoy no quiero hacer nada y a menos que el sol obligue con su látigo de calor, no hare nada, nada más que ver pasar los días o fingir que hago algo mientras el océano lánguido de cobijas y colchones me desintegra, me hace suyo y me hace recordar los días de rascacielos, las atónitas alturas que nos veían revelarnos a su manto, y caer como los presos de alcatraz al sueño del consumo y al consumo del sueño. Mamá miraba desde la ventana el suave vaivén de las pesadillas, reflejándose en un espejo opacado, que dilucidaba en el fondo de los rayones causados por algún puñal, un susurro de intima soledad. Las hojas cayeron y los reyes quedaron encerrados en los cuándo y los por qué, las jerarquías cayeron y las lluvias empaparon los rostros que ya no lloraban.

La gente leía los poemas del olvido y recordaron la nonada nada, la pequeñez de los espasmos, el intercalado circulo de vicios, el subconjunto de la bohemia y la raíz de la salsa, el rock y la droga. El divertido escape de la carne rompiendo y descociendo los principios de castidad, el silencio de los gritos siempre tan amordazados y heridos. En su piel los días caían como la briza que cubre los oníricos momentos de los infantes. Las diosas fueron a su madriguera y murieron en la basura en la que yo recopilaba los escritos de los que abandonaron los sueños que corrían al lado del rio que insultaba a la estación que lo veía correr.

Los fantasmas corrieron hacia mi como drogadictos a la droga, y la muerte relojera dejo atrasarse el mundo, dejo morir al ayer y detuvo los ojos de los ombligos que nos hacían tan felices, el tuyo más que nada, mientras nos preguntábamos qué sentía la calle, el pasto, las nubes y las ventanas. Nos adormecimos en los días que anhelábamos y golpeé con fuerza los estandartes que el coronel alardeaba poniéndolos en su saco militar, o en su largo gabán. El padre de las armas disparó contra nosotros y dejo pólvora en las lágrimas que salían llenas de odio y de dolor…la ceguera consume los letargos y disgrega las claridades, por eso lo que es tan solido se desbarata en el adiós de lo que fue nuestro.
Ya no hay padre ni tampoco madre, los amigos que siempre pocos fueron se calvaron como la cura de una enfermedad, pero pudo más el sida de los perdidos en mi, pudo más  la tristeza sin filo del dolor y la duda, los ojos caninos de Calima que lamían mi despertar con agradecimiento en cada meada, y yo sentía que el cielo me orinaba. Lenta lectura en la que nadie murió, pero todos se fueron y extraño tanto el grito francés de Jacques Brell, o los disparos mudos de un te quiero, el día que la casa vieja fue derrumbada y las llamas separaron el sudor del cielo y el fuego de tu carne…pensar que yo me quería calcinar contigo en lo que nunca fue mio, pensar que deje casa, hermanos, padres y júbilos, que de por sí pocos eran. Pensar que tu tristeza era más grande que la mía y que siempre te dije que no fumaras antes de dormir, pensar que pudo más el licor y el éxtasis que juntas habíamos comprado, y también que algo en mí alma sigue humeando, como cigarro interminable y las colillas que desvanecen tu rostro en un espejo opacado por recuerdos.
Pensar que te amaba tanto que me pierdo con vos en lo que nunca fue olvido, y que jamás volverá a ser memoria.

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